La Vida de Roger



¡Una estrella! ¡Mira Roger! Hace mucho tiempo que no veíamos un sueño, ¿verdad? Hace tiempo ya que estás muerto, pero encanta seguir yendo a tu tumba a visitarte. Siempre me dejas flores. Eres mi vida.

Muchas veces, mi vida, me pregunto cómo pudo matarte un dragón de juguete. Yo quería mucho al dragón que te mató.

Entonces me dejaste una nota en una de las amapolas negras que solías poner en la tumba:

“Tú tienes las garras del dragón asesino. Tú llevas contigo la gloria y tu inexistente, azul sed de venganza. Por favor, no odies. Lleva la paz a tu corazón. Siempre estoy contigo. Sé que algún día irás a ver al dragón. Le quieres, y por ello no le perdonarás.

Fdo. (como jamás, más que siempre): Yo: tu vida”.

Vi la garra ensangrentada del dragón y sonreí. La arranqué del suelo, viendo cómo caía sangre de su última uña. No tardé en darme cuenta de que había un rastro. Unas manchas rojas en forma de pasos iban hasta donde estaba clavada la garra. Subí la mirada siguiendo el rastro y las manchas se volvían azules, como mi sed de venganza. Tenía que hacer feliz a Roger, mi vida.

No hice más que seguir el rastro mientras el día y la noche se fugaban del mundo, copulando: como siempre habían querido hacer. Al final el paisaje se tornó blanco, y en el mundo sólo había un castillo, unas pisadas que ya eran negras, y la tumba de Roger, mi vida.

Entonces llegué al castillo y encontré al dragón, que me escupió estrellas de sueños, en forma de llamas vigorosas de rayos de conciencia. Las estrellas y los rayos me calcinaron completamente, pero yo no ardía ante los sueños ni ante la conciencia. 

“Te quiero”, le dije. Le arranqué el corazón y puse la garra en su lugar. Llevé la paz al corazón. Le llevé ausencia de cuerpo, como Roger, mi vida, me había dicho.

Me fui con el corazón del dragón en la mano, victorioso. Habiendo hecho feliz a mi vida. Las pisadas ya eran inexistentes, como mi sed de venganza desde que las pisadas eran azules.
Entonces noté que el corazón de dragón me hablaba. “No es tan fácil cambiar las cosas”, me dijo. “Soy de juguete, ¿recuerdas? Sé que me quieres”. “Ya lo sé, dragón, pero ya no sé quererte”, le dije, algo triste y azul.

Llegamos a mi tumba. El corazón se había vuelto un dragón pequeño de plástico, que ya no hablaba, pues no podía quererle. 

Cuando llegué, el día y la noche se enfadaron y se separaron para siempre. El día creó el sol para que sus rayos de conciencia le protegieran y la noche creó las estrellas de sueños para punzar al día si quisiese salir. Aunque al ocaso y al alba siempre se veía que seguían enamorados.

Entonces cogí una estrella, la que hacía mucho tiempo que no veía con Roger, mi vida, y me lancé con ella hasta el alba, donde todo volvía a ser blanco de nuevo, como cuando el día y la noche copulaban. Donde no había odio, y si había algo, sería amor, como el que el día y la noche nunca quisieron reconocerse.

Lo único que quedó de mí fue la tumba de Roger, mi vida, que decía: “Muerto en un sueño. Tu vida siempre te recuerda, y te deja flores, pero nunca azules. 7 años”. Y ahí se quedaron las amapolas negras con mi dragón de juguete, encima de mi tumba, donde vi la estrella con la que viajaba al alba, la que hacía mucho tiempo que no veía con Roger, mi vida, yo. La estrella que vi por primera vez, hace tanto tiempo como jamás, más que siempre.