La Autodictadura


En España están pasando cosas muy graves desde hace tiempo, incluso mucho antes de la crisis. El bombardeo mediático, las tertulias corrosivas, los telediarios partidistas, la telebasura, los partidos políticos,… Todos parecen tener una meta clara soterrada: que no sintamos nada.
Hartos estamos los jóvenes de las miles de discusiones (sin exagerar) que se ven en la gran mayoría de las casas, en las que tienes cada dos por tres a tu padre o a tu madre (depende de quién grite más) insultando a un político o un obispo homófobo que ha dicho alguna sandez. Mientras, los “más media”, comercializan con la opinión y se crean programas como “Sálvame Deluxe” o “Mujeres y Hombres y viceversa” que, no sin razón, son fruto de burla. El problema es que sólo sabemos reírnos.
Quizá sea difícil creerlo, pero en realidad no hace falta mirar mucho para darse cuenta de que cada vez más existen actitudes como la insolidaridad, el egoísmo y la falta de empatía. Alguien me dirá “¿Y qué pasa con las ONGs y las asociaciones de ayuda?” y respondería “Hazle a todos un examen de conciencia, a ver quién siente de verdad la necesidad de ayudar a los demás”. Lo cierto es que no toda la solidaridad es sincera, es buscando algo a cambio, porque, no nos importamos ni nosotros mismos, y la injusticia social se sacia con la personal, y al final, nadie se busca la básica supervivencia en muchos casos, o se recurren a plataformas antidesahucios, o se trabaja en negro porque no hay empleo. Y eso no da tiempo de ayudar a nadie; cada uno tira por su lado. Hoy día ni las palomas están a gusto con el país; no hacen más que recibir insultos y alguna pedrada por ser palomas (cosa que les es difícil cambiar, por cierto).
Por suerte, hay excepciones, pero la falta de ambición real, de esa que se llama “de corazón”, el pesimismo reflejado en la acción popular y las manifestaciones, y el “Total, si esto no servirá para nada” hace que, en efecto, no sirva para nada.
Había una vez una mujer que creía desde la juventud que moriría antes de los sesenta años. No tenía ni enfermedades genéticas diagnosticadas, ni nada que le pudiese hacer morirse antes de lo normal pero, como una espina, como una superstición, lo creía. Así que decidió dejar de lado su salud, para “disfrutar” al máximo su vida. Finalmente, murió con menos de sesenta años.
Y esto tiene su origen en una clave clara aparte de las ya dichas (sociedad, política, periodismo,…): la educación.
Se pretende y consigue dar una educación imparcial y objetiva en la gran mayoría de los casos. Sin embargo se ha confundido la educación veraz con la educación estéril. Hoy día, lo que debería contribuir a realizarnos y entender nuestro propio mundo, sirve para sufrir. El sistema actual para aprender en clase se basa en la regla del bicarbonato: “retener, gargarear, escupir y olvidar”.
Se pierden el afán reflexivo y la curiosidad. Estudiar debería de ser divertido y es un auténtico suplicio, de ahí el fracaso escolar, y peor aún, la infelicidad vocacional.
 Y esta educación desemboca en la infelicidad, sin embargo, la gente, en el fondo, nota la necesidad de realizarse y busca autoabastecerse emocionalmente con cosas materiales en detrimento de lo que podrían ganar en una educación fértil y una inteligencia emocional trabajada a lo largo de la vida; en vez de buscar la felicidad en sí mismos, como personas. El caso es que la educación capitalista cuanto más se acerque al consumismo, mejor. Cuando menos persona seas, más útil eres. Y este utilitarismo es lo único que importa.
No se quiere que esto sea de otra manera. No tiene que ver sólo con política ni con periodismo, ni con la educación, sino con nosotros. Cuando una persona tiene un gran sueño, que le ayudaría a ser eso que quiere ser, distinto a elegir la carrera o la FP o el trabajo que la gente suele ejercer, la pisan al cántico de “eso no tiene salidas”, “te vas a morir de hambre”, “sé realista”, “haz eso como hobbie”. Existe un miedo horrible a ser dueño de la propia vida y a esforzarse por ello, tanto que hay gente que no quiere hacer nada con ella.
Aquí en España hemos pasado la dictadura de Franco, y la transición ha llevado a la autodictadura democrática. A no hacer nada a pesar de no estar de acuerdo; a que nos mientan a la cara y no hagamos nada. Los hipopótamos y los pájaros se relacionan en una simbiosis: el pájaro limpia al hipopótamo, y la porquería del hipopótamo es la comida del pájaro. Nuestra generación cuando tiene hambre de justicia sólo llora, pero no come nada bueno. A veces ni come. Luego el pájaro vomita sus sueños. Su estómago aún no sabe cómo saben los sueños, porque el pájaro aún no ha llegado a tragarse ninguno.
 ¿Por qué vomita todos los sueños que come? ¿Por qué la ilusión y la curiosidad se pierden a marchas forzadas en casi todo lo que hacemos? Por una educación y una socialización insensible, pensada únicamente en la productividad de los seres humanos, y no en su valor como Ser; como único, irremplazable; como persona. El lado oscuro del capitalismo que nos hace objetos en vez de sujetos.
Es cierto que “hay que trabajar para vivir, y no vivir para trabajar”, pero también “hay que vivir para vivir, no vivir por vivir”. El miedo que se nos induce para no cambiar esa preposición es el miedo de los que viven en la autodictadura. Que como toda dictadura, se basa en el miedo: el miedo a ser uno mismo.

La Vida de Roger



¡Una estrella! ¡Mira Roger! Hace mucho tiempo que no veíamos un sueño, ¿verdad? Hace tiempo ya que estás muerto, pero encanta seguir yendo a tu tumba a visitarte. Siempre me dejas flores. Eres mi vida.

Muchas veces, mi vida, me pregunto cómo pudo matarte un dragón de juguete. Yo quería mucho al dragón que te mató.

Entonces me dejaste una nota en una de las amapolas negras que solías poner en la tumba:

“Tú tienes las garras del dragón asesino. Tú llevas contigo la gloria y tu inexistente, azul sed de venganza. Por favor, no odies. Lleva la paz a tu corazón. Siempre estoy contigo. Sé que algún día irás a ver al dragón. Le quieres, y por ello no le perdonarás.

Fdo. (como jamás, más que siempre): Yo: tu vida”.

Vi la garra ensangrentada del dragón y sonreí. La arranqué del suelo, viendo cómo caía sangre de su última uña. No tardé en darme cuenta de que había un rastro. Unas manchas rojas en forma de pasos iban hasta donde estaba clavada la garra. Subí la mirada siguiendo el rastro y las manchas se volvían azules, como mi sed de venganza. Tenía que hacer feliz a Roger, mi vida.

No hice más que seguir el rastro mientras el día y la noche se fugaban del mundo, copulando: como siempre habían querido hacer. Al final el paisaje se tornó blanco, y en el mundo sólo había un castillo, unas pisadas que ya eran negras, y la tumba de Roger, mi vida.

Entonces llegué al castillo y encontré al dragón, que me escupió estrellas de sueños, en forma de llamas vigorosas de rayos de conciencia. Las estrellas y los rayos me calcinaron completamente, pero yo no ardía ante los sueños ni ante la conciencia. 

“Te quiero”, le dije. Le arranqué el corazón y puse la garra en su lugar. Llevé la paz al corazón. Le llevé ausencia de cuerpo, como Roger, mi vida, me había dicho.

Me fui con el corazón del dragón en la mano, victorioso. Habiendo hecho feliz a mi vida. Las pisadas ya eran inexistentes, como mi sed de venganza desde que las pisadas eran azules.
Entonces noté que el corazón de dragón me hablaba. “No es tan fácil cambiar las cosas”, me dijo. “Soy de juguete, ¿recuerdas? Sé que me quieres”. “Ya lo sé, dragón, pero ya no sé quererte”, le dije, algo triste y azul.

Llegamos a mi tumba. El corazón se había vuelto un dragón pequeño de plástico, que ya no hablaba, pues no podía quererle. 

Cuando llegué, el día y la noche se enfadaron y se separaron para siempre. El día creó el sol para que sus rayos de conciencia le protegieran y la noche creó las estrellas de sueños para punzar al día si quisiese salir. Aunque al ocaso y al alba siempre se veía que seguían enamorados.

Entonces cogí una estrella, la que hacía mucho tiempo que no veía con Roger, mi vida, y me lancé con ella hasta el alba, donde todo volvía a ser blanco de nuevo, como cuando el día y la noche copulaban. Donde no había odio, y si había algo, sería amor, como el que el día y la noche nunca quisieron reconocerse.

Lo único que quedó de mí fue la tumba de Roger, mi vida, que decía: “Muerto en un sueño. Tu vida siempre te recuerda, y te deja flores, pero nunca azules. 7 años”. Y ahí se quedaron las amapolas negras con mi dragón de juguete, encima de mi tumba, donde vi la estrella con la que viajaba al alba, la que hacía mucho tiempo que no veía con Roger, mi vida, yo. La estrella que vi por primera vez, hace tanto tiempo como jamás, más que siempre.

León y Lobo

- Érase una vez un niño llamado Lobo.
- ¿Cómo yo?
- ¡Sí, como tú!
- ¿Y era yo?
 - ¡Claro que eras tú!
- ¡Hala! ¿Y qué hacía?
- Ahora mismo te lo cuento… Resulta que un día un niño se acercó a él. Se llamaba León, y era el mejor en fútbol y en las canicas, que era lo que más le gustaba a Lobo.
- ¡Sí, me encantan!
- Ya, pero había un problema.
- ¿Cuál?
- Que León era muy, muy malo y sabía que podría ganar a Lobo a las canicas, porque era el mejor, así que le retó para intentar humillarle.
 - Hala, ¡qué malo!
- ¿A que sí…? Entonces se sentaron en el suelo, y con toda su habilidad, León ganó a Lobo, y León le humilló, entonces Lobo lloró. Y todo el que estaba alrededor le miró y se rio, pues Lobo, no era más que un perdedor. Y así pasó una y otra vez: cada vez que León retaba a Lobo, Lobo perdía. Y cada vez más gente se reía de él, y cada vez parecía más perdedor. Y todo por no ser el mejor.
- ¡Jo! ¡No vale que se rían de mí!
- ¡Es injusto! Así que Lobo decidió practicar cuando podía, y cada día que pasaba, León le ganaba, y no conseguía nada. Entonces Lobo, por primera vez, retó a León un día. Ambos cogieron sus canicas y empezaron a jugar. Y León empezaba ganando y Lobo, perdiendo. Pero a medida que avanzaba el juego, Lobo cada vez estaba más cerca de León.
- ¡Qué guay! ¡Ya me queda poco!
- Te quedaba poco, pero no llegaste.
- ¿No? ¿Por qué?
- Porque a un palmo de ganar los dos, León ganó, y Lobo perdió. Entonces León rio y se burló de Lobo, de nuevo.
- ¡Qué malo!
- Sí, ¿pero sabes qué?
- ¿Qué?
- Que esta vez no tenía a nadie alrededor. Todos estaban con Lobo, el perdedor. Entonces León dejó de reírse de Lobo, y Lobo abrazó y felicitó a León. Entonces Lobo, se fue con todos, y León se quedó solo. Y Lobo cantó y aulló con sus amigos, y León lloró y rugió sin ellos. León siguió siendo el mejor, y Lobo siguió siendo el perdedor. Pero al final León lloró, mientras que Lobo cantó, hasta que al final, otro día, Lobo ganó a León.
- ¡Jo! Me da pena…
- Claro, por eso el ganador abrazó al perdedor, que era León, en vez de humillarle, como siempre había hecho cuando Lobo era el perdedor. León siempre había sido el mejor, pero no quiso ser serlo aún más. Lobo nunca lo había sido, pero por esforzarse, consiguió ganar. Y Lobo que era un Lobo, aulló a León. Y León que era un León rugió, y al final perdió. Y el talento de León, no ganó al esfuerzo de Lobo. Pues por mucho que sea más fuerte un León que un Lobo, el León, sin nadie, estará solo. Y el Lobo sí puede vivir solo, así que, aunque pierda, será el ganador. Por saber ser un buen perdedor, y saber ser un buen ganador.