Ahí. En tus ojos. Los veo. Me están mirando con pena, con triste pasión.
¿Por qué lloras?
Hasta hace nada estabas contento. Has estado en aquella casa y cuando he vuelto
a verte, estabas mal. Ahora estás en el metro, yendo a tu casa y veo como llueven
gotas de esos ojos nublados.
Te sientes mal
porque has juntado tus labios con los de otra persona que no querías, sólo
porque te atraía y que, aunque sabes que tu chica te perdonará, y la otra es tu
amiga, nada más –lo sabes fehacientemente- no puedes evitar sentirte mal
contigo mismo.
Me dices que has
sentido algo cuando vuestros labios se han juntado. Que has sentido un horrible
flechazo en el pecho que, de no haber habido paredes y de haber sido tú una
canica, habrías salido disparado, a kilómetros de allí, corroído por la
realidad indeseada que vivías. Una situación provocada por dejarte llevar
demasiado, pero que, falazmente, creías tener controlada.
Sólo me dices que
ha sido un pequeño beso. Sólo unión de labios. Sólo una caricia entre bocas que
se tienen cariño. Sólo una muestra de amistad. Sólo un juego de cuerpos, nada
más.
Me cuentas que
esta otra chica te atrae, que la chica a la que de verdad amas, también lo sabe
y que no la importa, y confía en ti aunque estáis muy lejos. Ella te ama, como
tú a ella, y no como a la que has besado.
Me lloras que por
momentos sentías en ella a la chica que amabas: la que no puede estar junto a
ti. En los brazos de una, recordabas a la otra; enlazado con una, amabas a la
otra, y te arrepientes por ello: por haber buscado a quien amabas en otra
persona a quien no amabas.
Tanto aguacero
por saber que el único que no perdona eres tú a ti mismo, cuando ambas dos te
quieren y las quieres. Cuando a la que te ama, la amas. Cuando no has hecho
nada malo, en realidad. Cuando crees que has mentido a dos personas, pero no
has mentido a ninguna. Cuando, aunque no te das cuenta, todo el mundo te da su
misericordia. Hasta yo, que sólo soy el papel en el que estás escribiendo.